Shabat Shuvá: Historia de Teshuvá en primera persona


Hay circunstancias que nos moldean, y nos hacen ser quienes somos. Somos nuestras experiencias, nuestra memoria y nuestras decisiones; somos el relato que podemos contar, enlazando lo real y lo fantástico.

Teshuvá significa literalmente regresar: regresar a nuestro verdadero yo, regresar a la conexión con D-s o regresar para enmendar a aquellos a quienes hemos perjudicado.

La teshuvá es una experiencia personal. Tan real, tan vívida. Y gran parte de su trascendencia tiene que ver con la posibilidad de poder cambiar una parte de nosotros.

Hoy, elijo contar una parte de mi vida, una Historia de Teshuvá en primera persona.

Nací con problemas de audición. El diagnóstico es una suma complicada de palabras que básicamente indican que no puedo oír como los demás.

De niño, no me daba cuenta que era sordo hasta que alguien me lo hacía notar. Escuchaba “algo”: podía oír ciertos sonidos, pero muchas veces no podía comprender las palabras.

Para mis amigos no era un problema, solo les importaba que vaya al grupo scout los sábados por la tarde, y que no falle los días de fútbol. En la adolescencia, el cine era obligatoriamente subtitulado, pero me desesperaba no poder sostener una conversación normal por teléfono, y tenía que acudir a alguien que “hablara” por mí.

La pérdida de la audición es un desafío a cualquier edad, pero mis padres no quisieron que mi mundo se limitara al lenguaje de señas: algunos sordos desarrollamos habilidades como la lectura de labios y cierta intuición con la que nos desenvolvemos en algunos entornos, con tanta eficacia que hasta nuestros amigos y familiares se relacionan con nosotros como si pudiéramos oír.

Cuando crecí, el amor inmenso de mi familia me alentó a salir al mundo, pero no pude evitar ese miedo latente a hacer el ridículo, que me paralizaba por miedo a no escuchar. Aprendí a sonreír, a veces responder evasivamente, asentir con la cabeza. 

Me avergonzaba pedir a la gente que hablara más pausado, que repitiera las cosas, y a menudo fingía aparentando oír lo que no había escuchado, o si me quedaba en silencio, solía ser tomado como un joven reflexivo o callado, que “vivía en su mundo”.

Tuve una vida maravillosa que me sorprendería llevándome por rumbos inesperados. Crecí, viajé, estudié, conocí al amor de mi vida, vi nacer a mis hijos. D-s me bendijo más de lo que pude agradecer.

Pero durante muchos años negué mi realidad, hasta que un día, “sentí” que perdía la audición. No hacía falta que una fonoaudióloga me dijera lo que ya sabía. Sin embargo, esos miedos de toda mi vida ahí estaban. 

Vacilé ante la posibilidad de volver a hacerme estudios. Odiaba la idea de llevar colgado sobre las orejas unos aparatos, me daba miedo el riesgo de someterme a una cirugía en la cabeza. El especialista aseguraba una alta tasa de éxito en casos similares, pero no podía asegurar una respuesta infalible. Cada paciente es un caso diferente.

Tardé dos años en tomar una decisión. En septiembre del 2016, a los 31 años, me sometí a una doble cirugía para un implante en cada oído. Casi dos meses después, llegaría el “Día de la Activación”, y el momento de encender el procesador de sonido se transformó en uno de los acontecimientos que definieron mi vida para siempre.

Estos oídos biónicos son un milagro de la tecnología, una muestra de la era de prosperidad y democratización al acceso de la salud que estamos viviendo.

Estos días, volví a reflexionar acerca de estas vivencias que me marcaron. No se trata de oír o de no poder oír. Se trata, en primer lugar, de elegir como vivir con lo que nos toca; y segundo, y fundamental, elegir proyectar esa vida para ofrecer un mensaje de resiliencia y superación.

Sin implantes ni audífonos, los sordos podemos agudizar el resto de los sentidos, oyendo con el corazón en un lenguaje cercano y emocional.

En los servicios de Rosh haShaná, pude abrazar a mis hijos cerrando los ojos para sentir las melodías como una caricia en la piel; pude sentir el shofar reverberándome en todo el cuerpo, con las vibraciones dando forma a una realidad indescriptible pero palpable, completa para mí.

Muchas veces canto fuerte porque no oigo mi propia voz, pero cuando percibo la musicalidad del murmullo a mi alrededor, sé que no estoy solo, y soy uno más de mi comunidad.

Pienso en el concepto de Teshuvá, y vuelvo a sentirme agradecido por mi condición, porque leer las miradas y abrazar en silencio a quien necesita mi compañía es un regalo y un don que aprendí a ofrendar.

Shabat Shuvá es el Shabat que antecede a Iom Kipur, el día más solemne del calendario judío. Una enseñanza fundamental de la tradición judía es que las personas nunca están “atrapadas” en una realidad: siempre existe la posibilidad de cambio, crecimiento, perdón, reconciliación y retorno a lo mejor de nosotros mismos.

La teshuvá se trata de las decisiones que podemos tomar todos los días para seguir cambiando nuestras propias vidas.

Es “volver” a ver la vida con simpleza, entendiendo que dentro de cada uno está la determinación para comenzar de nuevo y seguir adelante.

Es “rearmar” los fragmentos rotos a lo largo de nuestra vida, aceptándonos, para reconstruirnos en una poderosa fuerza emocional, inspiradora y transformadora.

Es “revertir” la apatía y la indiferencia, para llenar de significado estos Iamin Noraim y ser cada uno protagonistas de su propia Historia de Teshuvá en primera persona.

Es “regresar” a la conexión con aquello que nos trasciende, y nos hace más plenamente humanos.

Es “redoblar” nuestros esfuerzos para no claudicar en la lucha por una sociedad mejor, más justa e igualitaria. Algún día nos tocará mirar hacia atrás y podremos decir: “Si, hice lo mejor que pude”.

Teshuvá es entender que la pregunta que D-s nos hace a cada uno también esconde un tesoro.

Y esa respuesta, es el mejor regalo que tenemos para ofrecer al mundo.

 

Shabat Shalom!

Gmar Jatima Tova.

 

Seba Cabrera Koch

8 de Tishrei 5784 / 23 de Septiembre 2023

 

 

*Imagen: “Yom Kippur”. John Theodor, Getty Images/iStockphoto 2023

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